domingo, 31 de enero de 2010

¿Discriminación y pluralismo en mi escuela?

La población escolar del Centro de Bachillerato Tecnológico agropecuario No 138 de Villa Hidalgo, Zac., es mestiza, lo mismo que los profesores. Y ambos los somos, tanto por nuestro origen racial que por nuestra lengua y cultura. Por lo mismo, no hay pluralismo cultural. La discriminación por la raza, la lengua y las costumbres no existe, como en el caso de los Estados y regiones de la república donde sí hay presencia de la cultura mestiza y las indígenas; en donde coexisten lenguas distintas y modos de ser, y en las que el español es la lengua dominante.

Sin embargo, esto no quiere decir que la discriminación esté ausente. Ésta se manifiesta en formas abiertas y otras de manera sutil, casi imperceptible, como describiré más adelante. El pluralismo cultural no existe –como ya dije- en virtud de que la población de esta región comparte una cultura e idiosincracia comunes. La discriminación se expresa en ciertas prácticas pedagógicas de los profesores y también en la relación entre los propios estudiantes. Comentemos algunos casos: Empezaré por decir que las diferencias siempre asustan; y la escuela dentro de su ámbito de competencia, pretende ignorarlas y borrarlas homogenizando. Una de las prácticas más comunes para homogenizar, es el uso del uniforme escolar, que, -entre otras cosas- sirve para igualar y eliminar diferencias socioeconómicas, que aunque no se dan en forma muy marcada, suelen presentarse. La igualación -por lo menos externa- que se consigue con el uniforme, suele ser bien vista, se le considera como algo bueno, y solemos decir: “Es para que no se note tanto los que están más fregados…” La sociedad y el sistema social en general, tienen bastante claro el paradigma del “buen ciudadano” que la escuela debe formar y por lo tanto, el uniforme coadyuva a una imagen de rectitud y disciplina y el que no lo porta, no tiene derecho a estar en la escuela, tiene que regresar a su casa. Algo semejante sucede con otras prendas. Se prohibe estrictamente el uso de cachuchas o gorras en el aula, hay que estar descubiertos para la autoridad institucional de que está investido el profesor. Y solemos decir: ¡Eh chavos, quítense la cachucha, el salón de clases debe respetarse… si no sálganse!, Lo mismo sucede con el uso de argollas en las cejas o en los labios o la nariz y el uso de aretes entre los muchachos que casi se ha generalizado. Simplemente nos parece intolerable y arremetemos contra ellos diciendo: “A ver jóvenes es normal que la mujer por su condición de mujer, use aretes, pero un hombre tiene que ser hombre desde la punta de los cabellos hasta las uñas de los pies... así que quítense los aretes; una vez que salgamos, se los ponen y se cuelgan hasta el perico, porque aquí adentro de la escuela no se vale”. (Obedecen a regañadientes) Cuando los alumnos revelan su individualidad expresada en conductas semejantes, los profesores nos horrorizamos porque vemos amenazada nuestra autoridad y nos damos cuenta que somos más frágiles institucionalmente de lo que pensamos y no admitimos que haya alguien que no se adecue a nuestros moldes rígidos y todo lo que éstos representan. Entonces todas nuestras certezas se desmoronan. Por eso recurrimos a prácticas discriminativas y excluyentes, buscando restañar una autoridad que palidece frente a lo nuevo. Todo lo distinto en los estudiantes, tendemos a caracterizarlo como una degeneración de las buenas costumbres… ¿Cuáles? ¿Las de quién? Otra causa muy frecuente de discriminación es por indisciplina y la falta de atención en clase. Nosotros en lugar de buscar una explicación, recurrimos al hostigamiento para acallarlos y que se sometan. Procedemos erróneamente. Expulsamos a los alumnos de nuestra clase, en lugar de urgar en las deficiencias de nuestra propia práctica para descubrir las causas del desorden o de la falta de interés. Es cierto que la conducta en el aula –cualquiera que sea- siempre es una reacción a la forma en que planteamos el proceso de aprendizaje o a la naturaleza del contenido o a las dos. Y a fuerza de sacar a los alumnos de clase, terminan sometiéndose o desertando… Entonces solemos decir con aire festivo: “Es que esos chavos no se adaptaron, ni modo, tienen que quedar los mejores… si no, ¿Cómo vamos a mejorar la calidad académica? Y con ello, procedemos como si diéramos por hecho que hay alumnos de primera, de tercera y de nonagésima… Se han dado afortunadamente pocos casos de discriminación por los grados de inteligencia entre unos estudiantes y otros. En base a esto establecemos preferencias. Rechazamos y estigmatizamos a los que aprenden más lentamente. Y aunque no se lo decimos a ellos, se han escuchado alguna vez entre algunos profesores, expresiones cargadas de un evidente desprecio como la siguiente: “Este cuate de plano no rebuzna porque los burros se sienten ofendidos”; o “este otro tiene cabeza de teflón, de plano no se le pega nada…” En tal contexto, no es difícil darnos cuenta de los elevados índices de discriminación con que a veces asumimos el trabajo docente, en lugar de buscar alternativas para los problemas de aprendizaje que se presentan a lo largo del proceso. Esto evidencia además, una crisis axiológica de severas implicaciones no sólo de profesor sino también de la institución escolar en todos los sentidos, en la que están involucradas inconsistencias éticas, que deforman la intervención del docente e impiden la presencia de ciertos valores que debieran actuar como reguladores de nuestra función social y relación con lo estudiantes.

Los profesores por lo regular, enmascaramos las agresiones verbales y la discriminación con bromas y chascarrillos que hacemos entre nosotros mismos. Con esto, buena parte del proceso discriminatorio se diluye y la otra parte penetra en la conciencia del estudiante -cuando se le dice a él- en forma subliminal y por lo mismo, con efectos menos notorios en el corto plazo, pero que quedan internalizados de manera profunda y se traducen en conductas de rechazo de los estudiantes, hacia la vida escolar en general… incluidos -desde luego- los bichos indeseables que somos algunos profesores. Lo que no deja de ser lamentable desde el punto de vista que queramos verlo. Pero la discriminación en mi escuela, se da no sólo de los profesores con respecto a los alumnos, sino también de los propios estudiantes con respecto a sí mismos. Menciono dos casos.

Había en un grupo una muchacha de nombre Bartola. Era trabajadora, aunque reservada. Sus compañeros alumnos hacían mofa de su nombre, y de cuando en cuando entonaban la canción: “Oyes Bartola, “ai” te dejo esos dos pesos, pagas la renta…” Y soltaban todos la carcajada, entre las llamadas de atención del profesor… al que de cuando en cuando ignoraban”.

Otro caso: Cierta vez llegué al aula y pregunté intrigado con ánimo de obtener una respuesta: “Oigan muchachos, ¿Qué pasó con Tránsito? (que así se llamaba) porque hace días que no lo veo. Entonces una vocecita tipluda que surgió de allá del fondo del aula balbució con aire festivo como si hubiese inventado el agua tibia: “ya no vino profe, “ai” tiene que desde que dejó de venir… tenemos problemas de circulación en el salón…” Todos se desternillan de risa. Pero volviendo a la discriminación maestro-alumno, cometemos el error de “hacer menos” a los alumnos de bajo rendimiento y de sobreproteger y de colgar todo género de méritos y atributos a los más aventajados. Cuando un estudiante de bajo rendimiento deserta, solemos decir: “Ya dieron de baja a Fulanito de Tal… ni modo es que no le echaba ganas, era de los más desordenados, es mejor que se dedique a otra cosa”. (sic) Y pretendemos lavar nuestra “conciencia ética” con estos y otros argumentos similares. En la escuela operan las reglas no escritas del sistema social y político del que somos parte como sujetos sociales y como institución. Y funcionan con una claridad y eficacia que nos aterran: “El que no se adapta, tiene qué autoexcluirse, hacerse a un lado, para no estorbar a los que sí asumen las reglas y que sí quieren aprender -y que por cierto- son lo que llegarán muy lejos…” Y si no se autoexcluye -como sucede con frecuencia- la escuela tiene sus propios sistemas de eliminación que terminan por justificar este hecho aberrante: el aprovechamiento académico. Esa es la criba final para el “desadaptado”.

La reprobación en mi escuela suele ser en tal sentido, un espejo del proceso discriminativo. Es frecuente oír comentarios como este: “Fíjate que de un grupo de cuarenta y seis, reprobaron tres y no hallo como pasarlos” ¡Hombre no te apures, sería malo si fuera al revés, porque entonces el reprobado serías tú! En situaciones como estas, se expresan las concepciones de los maestros, los supuestos bajo los cuales desarrollamos nuestra labor. En el caso expuesto, damos por hecho que no importa lo que suceda con esos alumnos.

Va la última anécdota de la primera semana de inicio de cursos:

Caminaba yo por uno de los pasillos donde hay laboratorios y aulas. Como habemos algunos profesores que todavía manejamos el código muy alto,-resabios de una época ya distante en la que teníamos autoridad todavía- alcancé a escuchar sin dificultad la siguiente aclaración: “Jóvenes, me reservo el derecho de dejar fuera de mi clase a aquellos alumnos que propicien el desorden o nada más vengan a hacer relajo…” Esto quiere decir –y no es lenguaje subliminal- que el asumir las reglas disciplinarias como propias es garantía de permanencia en una asignatura y aun en la escuela misma. Entre más dictatoriales sean las prácticas, mayor efectividad en el proceso de domesticación. Y si a esto le sumamos que una buena parte de los contenidos programáticos tienen un carácter alienante, y ajenos además a los intereses de los alumnos, la intervención educativa se complica más todavía… profundizando el proceso de exclusión a través de una relación desigual y de una discriminación validada institucionalmente.

De los aspectos positivos que puedo señalar de mi centro de trabajo respecto del asunto que estamos tocando, es que veo un avance significativo en la equidad de género. No se observan mayores diferencias en el trato que los profesores dan a los varones y a las mujeres. Éste tiende a ser más igualitario en la relación cotidiana. Concluyo diciendo que la parte anecdótica del hecho educativo, puede proporcionar en determinadas circunstancias, materiales abundantes de reflexión, que serían buenos como punto de partida para repensar nuestra práctica y modificar muchas actitudes que dañan severamente la dignidad de los alumnos y degradan la naturaleza del quehacer del maestro. No estaría mal acordarnos de la máxima del viejo Wittman: “Si me degradas, te degradas… si me enalteces te enalteces”.



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