domingo, 31 de enero de 2010

Definiciones de interculturalidad y de educación intercultural.

En una sociedad tan compleja y diversa como la nuestra y desde la lógica del poder hablar de interculturalidad, pudiera parecer una aberración, algo innecesario y sin sentido, porque la sociedad -tal como la conocemos- funciona en base a las diferencias establecidas y a la desigualdad como condición necesaria para que unos cuantos vivan con todos los privilegios y la mayoría carezca de los bienes elementales. De modo que para vivir la interculturalidad, hay qué eliminar las condiciones que favorecen tales diferencias. Hoy por hoy, esta aspiración se muestra como un imperativo, sobre todo si queremos trascender como país ciertas rémoras que hemos venido arrastrando desde hace mucho tiempo y que han impedido la construcción de una sociedad en donde la pluralidad sea admitida como necesaria, para poder acceder a relaciones más justas socialmente hablando y a estándares de vida dignificantes. Gran parte del desprecio por lo diferente, tiene sus orígenes en el proceso de avasallamiento brutal de que fuimos víctimas como pueblo durante trescientos años (La época de la Colonia) y la dominación de la que fuimos producto nos hizo experimentar –más temprano que tarde- desprecio por todo lo que es distinto. Es una supervivencia manifiesta de la Conquista. Este argumento, aunque hipotético, es el germen de una multiplicidad de actitudes enraizadas que han bloqueado en nuestra conciencia mestiza, la aceptación de prácticas interculturales y el admitir como deseable la condición del otro, cualquiera que ésta sea. El problema está en cómo cambiar la percepción que tenemos de nosotros mismos para poder modificar la concepción que tenemos de los demás y enfilarnos hacia la aceptación de la diversidad. En este contexto la interculturalidad significa que todos quienes somos parte de este conglomerado humano denominado México, percibamos las diferencias existentes entre nosotros, que se hacen patentes por la raza, las lenguas, la situación económica, la condición social y cultural, entre otras y que no obstante este reconocimiento –que debiera de ser un descubrimiento maravilloso y extraordinario- veamos en la convivencia constructiva y edificante, el camino para la creación de una sociedad diferente basada en el respeto y en la colaboración. Para alcanzar una experiencia humana semejante, se requiere transformar la cultura, des-aprender lo que hemos asimilado como cierto y reeducarnos gradualmente bajo esquemas y paradigmas éticos más humanos e incluyentes. Estos nuevos aprendizajes se tendrían que dar desde todos los ángulos de las relaciones sociales y en todos los espacios, ya que no es fácil deshacerse del fárrago de prejuicios e ideas erróneas que están incrustadas en lo más profundo de nuestro ser social y que hemos aceptado desde hace muchas generaciones como aceptables y ciertas. Las relaciones de las que hablo han estado signadas por el desprecio, la intolerancia y el racismo. Eso nos ha dividido en lugar de unirnos… nos ha debilitado en lugar de fortalecernos. En pocas palabras, nos ha conducido a despreciar lo que es nuestro, lo que somos en esencia. Pero la inversión de valores que propongo, no se va a dar por generación espontánea. Se requiere incluir en todos los intercambios y mecanismos sociales y culturales, formas de relacionarnos que coadyuven a trascender poco a poco la condición de odio y menosprecio a los que son distintos. Tiene que ver con un concepto que me gusta mucho por todo lo que implica: aceptación de la diversidad. Hay que allanar el camino, incorporando ideas y modos de relación humana que posibiliten el tránsito de una interrelación sujeto-sujeto que ha tenido como soporte la intolerancia, a otra que se oriente por la inclusión de lo diverso. Una sociedad es tanto más humana cuanta mayor

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capacidad tiene para reducir las diferencias entre los miembros que la integran. Un cambio en este sentido es posible. Y considero que una de las instituciones -entre otras- que desempeñarían un papel clave en tal cambio es la escuela. Se requiere educar en la interculturalidad para crear una sociedad mejor, más equitativa. Necesitamos derribar las concepciones de escuela y educación que funcionan como una criba e instrumentos de exclusión y discriminación basados en premios, recompensas y castigos. Desde la academia se puede impulsar una transformación ética sustancial para abonar a favor de la educación intercultural. Aunque no hay qué olvidar que las escuelas –al decir de Louis Althusser- han funcionado como aparatos ideológicos que reproducen las formas esenciales de la ideología burguesa dominante. Aparentemente tal ideología, representa a las escuelas como un medio neutro desprovisto de ideología. Por ello, si queremos crear una sociedad distinta construida en el reconocimiento pleno de la interculturalidad, es necesario que las generaciones actuales y las venideras, sean educadas bajo patrones axiológicos distintos, que vivencien las diferencias de unos con otros y que estos aprendizajes se transfieran a la compleja trama de las relaciones sociales en general. La escuela intercultural tendría mucho que decir. Los alumnos formados de esta manera, serían mejores personas, porque se reconocerían a sí mismos en los demás. Las aspiraciones y anhelos de los otros serían los propios. Las diferencias habrían dejado de existir. ¿No sería esto extraordinariamente benéfico? Cuestión de cambiar el carácter de la escuela y de modificar o rediseñar el papel que debe desempeñar en la realidad nacional. Debe dejar de ser un aparato ideológico de Estado, en el sentido señalado, para constituirse en el espacio privilegiado en donde los niños y los jóvenes, junto con las generaciones de adultos, exploren el significado de la interculturalidad y vivan la riqueza surgida de la diversidad y aprendan también el significado del respeto, pero no como una imposición arbitraria, formulada desde afuera, sino como un hallazgo que los puede llevar a una experiencia colectiva encaminada a descubrir todas sus posibilidades.

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