domingo, 15 de noviembre de 2009

Mi confrontación con la docencia

No creo que sea una labor fácil, hacer un ejercicio analítico y retrospectivo de la profesión que uno ha venido desempeñando a lo largo de la vida. Esto debido a múltiples factores. El primero de ellos es el tiempo, que siempre ejerce sobre nuestros recuerdos un efecto deformante. Al describir sublimamos, justificamos o enaltecemos, trastocando involuntariamente la esencia y la rectitud de intención. Otro es la perspectiva, que está determinada -además del contexto- por el nivel de conciencia que hayamos tenido respecto a determinadas circunstancias en el desempeño de nuestro quehacer. Este factor -el nivel de conciencia- definiría la forma en que nos hayamos implicado pedagógica y emocionalmente en el trabajo docente y en la resolución de los problemas que a esta función atañen. Considero que los profesores que escribieron sus experiencias en el momento en que sucedieron e influidos por las condiciones únicas de los momentos vividos, por las circunstancias precisas y las emociones que prevalecieron en aquellos instantes irrepetibles, estuvieron en lo correcto. Cuando queremos describir a posteriori, las circunstancias ya cambiaron; es más, nosotros ya hemos dejado de ser lo que fuimos. La perspectiva se altera tanto, que distorsionamos la realidad que pretendemos explicar. No obstante, es preciso -considerando por lo menos estas salvedades- hacer un intento que puede resultar menos objetivo de lo que uno quisiera.

Mi infancia transcurrió en la década de los años sesentas y parte de los setentas. Me tocó ser alumno en una época en la que la práctica de la docencia era considerada todavía, una profesión respetable y revestida de cierto prestigio. Los maestros eran duros, pero con claridad ética y se hacían indispensables en la escuela y en la comunidad, a la que permanecían vinculados en forma casi ineludible. A pesar de la rígida disciplina que imperaba en la relación entre profesores y alumnos y que había maestros buenos y malos -aunque no creo de verdad que haya maestros malos- en todo caso habrá malos seres humanos porque el maestro tiene que ser una buena persona en esencia para ser denominado de tal forma; yo recuerdo a la mayor parte de ellos con una gratitud entrañable: sus nombres, su forma de actuar, de relacionarse afectivamente con los estudiantes. Esta realidad pedagógica que ya se esfumó, creó en mi niñez un entorno con el que me identifiqué desde mis primeros años escolares. La casa y la escuela eran todo mi mundo. En esos años había turno discontinuo. Esto permitió que la mayor parte de mis días y experiencias transcurrieran en ella. Desde muy niño supe que mi mundo sería la escuela, porque mis vivencias decisivas acontecieron ahí. Lo que sucedería ya después, sería cuestión de tiempo. De tal modo que cuando me vi en un autobús cargando los libros, un pizarrón desplegable, una grabadora, mi guitarra y un hato de sueños e ilusiones rumbo a la primera comunidad de un municipio del Estado de Durango, donde trabajaría como profesor de educación primaria, supe que ya no habría marcha atrás. Y estaba contento de ello. No me cabía el corazón en el pecho.


De modo que no fueron los vientos de la vida, los azares del destino o el acicate de la necesidad -aunque la había y mucha- los que una vez me hubieran arrojado al tempestuoso mar de la docencia; sino mis experiencias infantiles que viví en la Escuela Primaria Federal “Leona Vicario” de Cuencamé, Dgo. de donde soy originario. Todos mis pensamientos y sentimientos de ser profesor en la actualidad, lo que me define como tal –si es que algo me define- siguen configurándose y modificándose en el sustrato aquel. Además, siempre creí que esta era una buena profesión… y aún lo sigo creyendo; porque parto de la certeza que no hay labor más humana y más loable que coadyuvar a la formación de la gente.

Yo crecí corriendo y jugando entre aulas, patios, canchas deportivas, jardines, talleres, gomas de borrar, juegos de geometría, trabajos manuales, compañeros, fiestas escolares, bailables, verbenas, desfiles, gises, pizarrones, prescripciones, premios, castigos, recomendaciones y entonaciones del Canto de la Patria, contemplando los atardeceres a través de la ventana del salón de clases que en lontananza traslucía los cerros de la “Cuesta de Vizcarra”, esperando oír el silbatazo de salida e ir a jugar con mis amigos al trompo o a la canica, aguardando que pardeara la tarde y regresar a casa. Y así transcurrieron esos años imperceptiblemente en el contexto al que he aludido.

La experiencia de ser docente de Educación Media Superior, ha tenido en mi vida un alto impacto en todos los sentidos. Y esto lo digo, porque no comparto la idea de quienes piensan que los distintos roles sociales que uno desempeña pueden disociarse. Esto no sólo no sucede, sino que se influyen e interpenetran mutuamente. Ser docente, es una forma de relacionarse, de colaborar con los demás y existir. Pero es también una gran responsabilidad social y humana. Los padres de familia, la sociedad, la institución, la vida misma y nuestra propia decisión, nos regalan esta oportunidad. Y lo digo sin falsas modestias, partiendo del hecho de que no hay peor mentira que engañarse a sí mismo, a estas alturas de mi vida profesional, ya no se debe decir sino la verdad. De otra forma, equivaldría a reducir las experiencias que se han experimentado a un sofisma y a algo que ha carecido de significado. Cuando digo que estar frente a grupo es una oportunidad, lo digo en diversos sentidos que confluyen entre sí: Es oportunidad de enseñar a las generaciones jóvenes a descubrirse y a descubrir a los demás, a crecer experimentando o a experimentar creciendo, a conocer su mundo, el mundo que es de todos y en el que se concretan sus intercambios vitales. Pero también aprender a actuar sobre él para transformarlo en un espacio cada vez mejor, en donde el ser humano pueda superarse y vivir con dignidad. Significa también oportunidad de humanizarnos y digo humanizarnos recíprocamente profesores y alumnos, alumnos y profesores. Para mí educar significa esencialmente humanizar, formar mejores personas, descubrir y alentar posibilidades de creación y recreación en los estudiantes; y al hacerlo, nos redescubrimos como profesores, nos humanizamos como seres. Yo estoy seguro que la experiencia más profunda y totalizadora que puede tener una persona en tanto ser, es su contacto con otra persona, no hay nada más enriquecedor. La presencia de los demás siempre actúa como un espejo. Este encuentro nos revela y genera condiciones para crecer junto al otro. Es más, ningún avance sería posible en forma aislada.

Es en tales sentidos que la docencia es una oportunidad de ver el mundo, de entender la relación social, de coexistir, con todo lo que ello implica. Ser docente en la EMS me ha permitido también, percibir un fragmento de la realidad social que desde otro espacio de participación no hubiera sido posible. Es el que tiene que ver con la vida institucional. Y de aquí transitamos a lo que eufemísticamente pudiéramos decir “de la realidad ideológica a la realidad real”. Esta realidad a la que me refiero, significa entender -entre otras cosas- que el quehacer del maestro está sobredeterminado -querámoslo o no- por las circunstancias institucionales. El profesor no puede sustraerse a los determinismos e inercias desencadenados por El monstruo de los mil tentáculos que son los mecanismos oficiales -pertinentes o no- que delimitan y enmarcan la naturaleza específica de su acto pedagógico. Y es así, porque implican una sujeción en donde se clausuran de entrada, un sinfín de oportunidades de transformación para profesores y alumnos. Generalmente, es en esta maraña indescifrable en donde naufragan los mejores proyectos y las posibilidades de renovación institucional antes de que leven anclas y enfilen a alta mar.