jueves, 21 de enero de 2010

Uso de las tecnologías de la información y la comunicación en la experiencia educativa.

Es ineludible la incorporación de todos los pueblos -incluido México- al proceso de cambio tecnológico que, hoy por hoy, está experimentando el mundo. Todos los aspectos comunitarios y culturales, están siendo modificados drásticamente por la vorágine avasalladora del cambio tecnológico. La educación -evidentemente- no podría ser la excepción. Es necesario que aprovechemos de la mejor manera posible, todas las ventajas que la tecnología pone al alcance de muchos; y no digo de cualquiera, porque podría ser una inclusión excesiva. Sabemos que no sólo en nuestro país, sino también en gran parte de las economías estigmatizadas por un atraso ancestral, existen millones de personas que no han podido acceder a los beneficios “que derrama sobre justos e injustos” el cambio tecnológico. El riesgo que conllevan las asimetrías de desarrollo entre los países, es que se profundice todavía más, la brecha de dependencia tecnológica de las economías pobres, con respecto a las que han alcanzado elevados niveles de expansión. Es claro que los más atrasados -por lo menos en el futuro inmediato- estamos condenados a ser consumidores de bienes tecnológicos producidos por otros. En tal sentido, el escenario no es muy halagüeño que digamos. Por tanto, no podemos decir que el problema sea sólo educativo, de incorporación de tecnologías a los procesos formativos, de actitud y otras lindezas y el embrollo se termina. No, no es así. La cuestión es más delicada de lo que parece; por lo mismo, no debemos adoptar una posición reduccionista. El lío es más de fondo que de forma y transciende los límites de estas líneas. Respecto a la insinuación de que: “acaso la educación tradicional esté por desaparecer…” yo la veo a futuro, más bien, desempeñando su función en forma paralela e interactuando con otros experimentos instruccionales novedosos y modalidades emergidas de la diversificación tecnológica. Además, estoy convencido de su vigencia por mucho tiempo más todavía; porque el acto educativo, tal como lo concebimos hasta ahora, como una relación Maestro-Alumno, o a la inversa, es connatural y constitutivamente un contacto humano insustituible; en el que están implicadas de manera indefectible por lo menos dos dimensiones de relación entre personas: una cognitiva, que asegura de alguna manera la construcción y permanencia de saberes validados institucionalmente; y otra, de carácter moral, inherente a todo acto humano y que se origina en una concepción de lo que es bueno y deseable para la mayoría. La función educativa, tal como la entendemos hoy en día, no puede disociarse de las certezas y bondades de las que la hemos investido en el imaginario social a través de la historia; y a las que consideramos éticamente indispensables, porque han dado resultados en la formación de muchas generaciones; y nos hace pensar, por lo mismo, que no sería sensato suplantarlas por la tecnología exclusivamente. ¡Quién sabe que irá a suceder el día en que sólo las máquinas eduquen al hombre! En virtud de lo dicho, no imagino aún a los procesos formativos del futuro signados exclusivamente por la relación Hombre-Máquina. Aunque no sería prudente descartar a priori cualquier posibilidad de cambio.

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