jueves, 21 de enero de 2010

Cómo percibo mi docencia

Generalmente, llego al nivel operativo de una sesión de clase, como resultado de un proceso previo de planeación pedagógica, que comienza al inicio de cada semestre. En reuniones docentes, se determinan los lineamientos que habremos de seguir en el aula. Aunque cabe decir, que gran parte de lo que ahí sucede, se define de cuatro vertientes básicas:
a) Las características de la asignatura.
b) La naturaleza del contenido del programa.
c) El componente al que corresponde la asignatura.
d) Las metodologías establecidas para normar todo el proceso por el enfoque de la educación basada en competencias.
Además de todos estos aspectos -que siempre considero- el punto de partida para concretar el trabajo en clase, es formularme la pregunta:
¿En el contenido del programa de estudios de la asignatura X, qué habilidades deseo que los alumnos desarrollen y que actividades sería pertinente plantear para conseguir que así suceda?
Entonces me interrogo sobre cuáles son las metas que deseo alcanzar en términos de adquisición de saberes, a dónde quiero que lleguen mis alumnos, considerando las dimensiones de la evaluación, a saber: conceptuales, procedimentales y actitudinales. Ya iniciado el desarrollo de las clases, hago reajustes en las actividades planteadas en función de los imponderables que siempre se presentan y que a veces no es posible prever con exactitud desde el principio del curso. Me refiero básicamente al tiempo disponible y a las actividades planteadas adecuadas ya, a las características específicas de cada grupo. No todos los planteamientos pedagógicos dan resultado con todos los grupos. Cada grupo amerita un tratamiento especial.
Mi propósito principal al dar una sesión de clase es que los alumnos aprendan conceptos e ideas nuevas. Pero también que apliquen en el terreno de la práctica lo que hayan aprendido. Esto derivará -necesariamente- en una modificación y diversificación de actitudes, si por actitudes entendemos un cambio de conducta, entonces el aprendizaje ha ocurrido. Los conductistas afirmaban que cuando había aprendizajes, éstos se manifestaban en transformaciones conductuales. Por otro lado, es cierto que cuando el alumno aprende, se incrementan significativamente las posibilidades de adaptación y el control y manejo de situaciones nuevas en su contexto. Un día “normal” de trabajo con los alumnos, equivale a un día de “enfrentamiento” -en el buen sentido de la palabra- a conflictos irresueltos, como los niveles de interés o las bases cognitivas que los estudiantes poseen para abordar los temas con la eficacia requerida.
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Pero también la práctica pedagógica de una sesión de clase, implica adentrarse en linderos inexplorados, aunque sea una asignatura que hayamos impartido ya en repetidas ocasiones. Los grupos nunca son iguales, siempre están signados por la diversidad, las condiciones institucionales varían permanentemente. En virtud de lo dicho, no hay nada estático que nos permita afirmar que vamos a dar un mismo curso de un año a otro. De modo que es necesario ser perceptivos a estos cambios, que nos obligan a actuar cada vez con mayores recursos pedagógicos para obtener lo resultados que buscamos. Un día normal de clases -aunque el concepto de normalidad sea discutible- significa también, el esfuerzo que se hace para dar solución a los conflictos que ya han sido identificados; o también, la necesidad de tipificar las situaciones surgidas de los rasgos e intereses de los estudiantes de las nuevas generaciones, que evidencian actitudes con elevados índices de dispersión. Esto nos lleva a la necesidad de estar mejor equipados en nuestras propuestas pedagógicas, cuando estamos en el aula o en cualquier otros espacio escolar que suponga la relación maestro-alumno. Es urgente trascender el desfase que se infiere entre estas situaciones, los recursos institucionales y las capacidades de los profesores para dar las respuestas apropiadas.

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